Asistiendo hace unos días a una de las muy interesantes jornadas que organiza el Instituto ISTAS (Instituto Sindical de Trabajo, Ambiente y Salud) sobre toxicología, varios de sus ponentes nos recordaban lo difícil que es a todos los niveles proteger a la población correctamente de los riesgos públicos.
Las razones principales apuntaban a una diferencia intrínseca en la naturaleza del propio sistema legal y de sus sistemas reguladores, así como a la idiosincrasia propia de la industria, caracterizada por una velocidad asombrosa en introducir toda clase de productos y tecnologías en el mercado sin saber con seguridad sus riesgos.
Las limitaciones en las políticas de riesgos, se comentaba, eran cinco.
La primera era que la regulación en sí es costosa, lenta e ineficaz, pues aunque ya exista evidencia científica de que determinadas sustancias o tecnologías son peligrosas, la legislación no puede moverse tan rápidamente como lo hace la industria investigando, produciendo e introduciéndolas en el mercado.
La segunda es que las políticas no contemplan ni aplican el principio de precaución, a pesar de los numerosos instrumentos legales internacionales que lo recogen. El principio de precaución afirma que ante cualquier sospecha de que una tecnología o una sustancia pueda ser potencialmente dañina para la salud, su entrada en el mercado se debe restringir hasta que se pruebe su «inocencia». Es decir, que no podemos esperar a que ocurran grandes catástrofes para legislar riesgos públicos.
La tercera es que sólo se legisla lo que se puede cuantificar. Así es como funcionaba la ley hace 100 años y así es como sigue haciéndolo.
La cuarta es que la ciencia misma no puede ofrecer la certeza que exige la ley al 100%. Y es lógico, pues la ciencia en general no es pura, y siempre hay excepciones. Esto es, la ley busca simplificaciones para crear reglas generales, y a la ciencia le es difícil generalizar pues cuando se estudian los casos concretos, los resultados en general son maravillosamente complejos y la ciencia no puede ofrecer certeza en casi ningún caso.
La quinta, es que cuando la ciencia llega a resultados no exactos pero de un alto porcentaje de riesgo, la ley viene dictada por la llamada «aceptabilidad del riesgo», que es simplemente una forma elegante de valoración subjetiva respecto a una decisión puramente política. Es decir, quienes juzgan si se regula son quienes determinan que un número determinado de muertes es «aceptable», puesto que lo que aporta dicha tecnología o producto es de gran conveniencia para la sociedad, o para el desarrollo económico, o para el propio partido que gobierna, etc etc. Hay tantos argumentos como opiniones.
En este contexto –pensaba yo para mis adentros, después de tres meses trabajando en la campaña ‘Escuela sin wifi’– es donde tenemos que lanzar nuestro mensaje. No importa que ya haya miles de estudios científicos que demuestran los riesgos de las tecnologías inalámbricas para la salud de los niños, no importa que varias decenas de organismos internacionales hayan instado a los gobiernos a que creen políticas públicas de protección respecto a estas tecnologías, no importa que el riesgo no sea cuantificable, y que como hay tanta «radiación de fondo», los niños estén expuestos cientos de horas al mes a este potencial peligro, no importa que miles o millones de niños estén siendo expuestos a una tecnología que les hará desarrollar probablemente un cáncer dentro de 20 o 30 años.
Cuando tengamos los datos concretos de esa epidemia, entonces empezaremos a legislar. Mientras tanto, la industria gana millones, y vamos saliendo de la crisis..
Ante este panorama, sólo tengo esperanza en la sociedad civil. Quizás debamos dejar al ya oxidado aparato legislativo a un lado y empezar a tomar las riendas de nuestra propia vida.
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